El sabor de su piel by José Luis Muñoz

El sabor de su piel by José Luis Muñoz

autor:José Luis Muñoz [Muñoz, José Luis]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Erótico
editor: ePubLibre
publicado: 2016-04-01T00:00:00+00:00


Tempus delectare

Topé con ella, sorpresivamente, en una fiesta que dio el escritor de libros espirituales e iniciáticos para inaugurar la vivienda que se había comprado con los royalties de sus libros. La mentecatez era global y acababan de traducirlo en los Estados Unidos y en Rusia al mismo tiempo. Aquel estúpido se creía un discípulo de Salinger o Hesse cuando no era más que un mercachifle sin estilo, un estafador de idiotas adulado por el éxito. Los críticos que lo detestaban habían terminado por amarlo. El gran Paulino Barrabés. Fui porque me prometió bebida y sexo y porque mi nombre aún figuraba en la agenda de su ordenador. Me dijo que fuera solo, lo recalcó. Caí en lo que podía encontrar.

Se había divorciado y allí estaban, agasajándole, su club de lectoras acérrimas, las que compraban cualquiera de sus veintitantos libros sin advertir que todos eran el mismo libro, la misma pamema. Entonces la distinguí en una esquina de la habitación en donde se desarrollaba el guateque, solitaria. Ya no era ninguna chica, pero seguía teniendo un contorno de cuerpo excitante, prevalecían las curvas sobre las rectas, no había perdido ese aire felino y seguro que tenían sus movimientos al andar. Me vio la cara. Y yo la suya. Habían pasado siete años desde la última vez. Fingí que no la conocía, y tan esmerada fue mi actuación que debí convencerla de que yo era otro. Fue ella la que se aproximó a pedirme fuego. Lo hizo para probarme. Llevaba un vestido ceñido negro cuyo escote pronunciado mostraba con orgullo el canalillo de sus senos al juntarse, un triángulo de carne trémula y apetecible pese a haber perdido las turgencias de la juventud. Prendí su cigarrillo sin que me temblara el pulso. Luego fuimos a una habitación a acostarnos. Fue un coito brutal. Lo hicimos callando nuestros nombres, nos despedimos como dos absolutos desconocidos, sin un beso, sin ni siquiera rozarnos la mano, rehuyendo las miradas. ¿Tanto había cambiado yo?

Volví a caer en sus redes. Pese a mis propósitos que me había hecho de no frecuentarla, lo cierto es que seguí llamándola y viéndola, y amándola, por supuesto, pero ya nunca fui para ella Hernán sino el estrambótico caballero del bondage, el hombre oscuro y sin rostro que la sometía a sus caprichos sexuales, y ella Salambó. Mis encuentros clandestinos con ella duraron muchos años, porque mi pasión era incombustible. Una vez al mes tenía lugar la excitante cita y abrazándola y ciñéndola por la cintura imaginaba que me sentía más vivo, que era el hombre más feliz de la Tierra. Era falso. Todo era falso, como las vendas, como las ataduras, como mi sobrenombre, como su nombre de guerra, como el escritor de best-sellers iniciáticos. La llamaba por teléfono y Leticia, transmutada en Salambó, me reconocía y, cuando acudía a mis citas, —nunca el mismo hotel— seguía a rajatabla mis normas: no mirarme nunca a la cara, no preguntar, dejarse hacer el amor. Yo prefería hacerlo con una vieja conocida que tentar el sexo joven de una desconocida.



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